viernes, 8 de mayo de 2009

Pérez Reverte y los piratas

Julián Muñoz, ponente en los cursos de verano de la Universidad
ELPLURAL/ANDALUCIA


Arturo Pérez Reverte se dijo:
—Eres la ostia, Arturito.
Y apagó el portátil. Se puso en pie, se recolocó el pantalón vaquero después de tanto rato sentado, contempló la pantalla del portátil hasta que se hubo cerrado correctamente el Window, lo dobló como quien hace lo propio con un libro, agarró la cajetilla de Chester, sacó de ella a su último inquilino, le metió fuego y estrujó la cajetilla de Chester.
Lanzó camino de la papelera la bolita de papel, plástico y sello del Estado, como para un enceste perfecto. Pero erró el tiro: la papelera se le movió.
—Puta marejadilla cartajenera.
Arturo Pérez Reverte salió de su camarote a cubierta con el empaque de un torero, palpándose el paquete y aullando humo azul.
Se acercó —manteniendo perfectamente el equilibrio entre vaivén y vaivén— hasta donde se encontraba Javier Marías, un poco a proa, con las patas colgando por entre el barandillaje y sus dedos regordetes asidos al frío metal con resudores fríos y pelados.
Mondos y lirondos.
—¡Qué! —estampó Pérez Reverte un manotazo en la espalda a su colega— ¡Andamos jodío!
—Algo de eso...
Pérez Reverte se descojonó.
—Ten cuidado no me vomites en cubierta, que me desluces el trabajo del calafate y luego cuesta darle arreglo —se sentó a su vera, en postura similar pero con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Y el místico?
El místico era Juan Manuel de Prada.
—Por ahí andará —contestó Marías como buenamente le salió la voz del cuerpo.
Pérez Reverte miró para atrás.
—Pues yo no lo veo, o es hombre al agua o está de rosarios por sus aposentos...
—Lo segundo, lo segundo... —dijo Javier Marías antes de soltar una bocanada amarillenta que terminó haciendo espirales entre las olas picudas del Mediterráneo, previo a ser engullida por la mar.
—¡Hala! —expresó el capitán del velero— ¡La próxima vez va a invitaros a un fin de semana marinero vuestra puta ma...!
Javier Marías interrumpió a Pérez Reverte con un imperioso gesto de mano, como un stop. Acto seguido le señaló un puñado de cartas abiertas que permanecían bien agarradas, evitando el desparrame, sujetas bajo su culo.
—Coge la primera... —le indicó a la T mayúscula.
—¿Esta?
—Sí.
—Es el programa de los cursos de verano de la Rey Juan Carlos. No tardará en llegarme la carta a mí también, como todos los años.
—Mira quienes son los ponentes del seminario que organizan sobre prensa y corrupción política.
Pérez Reverte leyó, entornando los ojos. Marías volvió a lo suyo de las bilis removidas.
—¡Coño! —exclamó la T— ¡Será una broma!
—¡Ja! —ironizó Marías.
—¡No me lo puedo creer!
—Pues así es...
—¡Lo que faltaba!
—Tú verás...
—¡Este país está cada día más cerca de transfigurarse de una mierda en una puta mierda! ¡Una putísima mierda!
—Y con dinero público...
—¡Y con nuestro dinero, el tuyo y el mío, Javier!
—Hombre, no se puede negar que el ponente conoce el tema sobre el que va a disertar...
Pérez Reverte se puso en pie, con la carta estrujada entre su puño. Habló como para la mar.
—¡Mira que esto se va por el váter, que se va por el váter! ¡Una sociedad que encumbra a los tíos asquerosos, corruptos, ladrones, como modelos a seguir, y que encima se regodea poniéndolos como ejemplo, que los mira con simpatía y les permite acceder a puestos de responsabilidad política e incluso a que pontifiquen en los paraninfos, una sociedad que le ríe las gracias a esta caterva de miserables es una sociedad ridícula! ¡Quijotes, nos dicen: Sanchos, Sanchos es lo que somos, y de la peor calaña! ¡Miserables, mezquinos, el imperio de la mediocridad! ¡Bien que lo sabía Cervantes! ¡Si es que tenemos lo que nos merecemos! ¡Un país de picaresca por defecto, de tonto el que trabaje! ¡Garrote, garrote le daba! ¡A éste lo mandaba yo a galeras!
Y lanzó al agua la bola de papel retorcido de la carta con el programa de la Rey Juan Carlos. Javier Marías le miró con cara de cordero degollado.
—Arturo, coño, que en el sobre también me venía el cheque por la conferencia que di el año pasado...
Pérez Reverte miró primero a su amigo, al puñado de papel que se desbarataba sobre el oleaje picudo del agua salada después.
—No te preocupes.
Dijo, y saltó por la borda, nadando a brazadas hasta donde se encontraba el cobro al portador.
—¿Y ese, adónde va? —preguntó Juan Manuel de Prada, que acababa de subir de manolearse en su camarote.
—A resolver una cuestión de honor —respondió un cada vez más mareado Marías.
Juan Manuel de Prada contempló cómo Arturo Pérez Reverte luchaba a brazo partido contra el oleaje, con riesgo de la propia vida, para rescatar sano y salvo el cheque al portador de Javier Marías.
—Marista... —susurró, como para sí, el autor de Coños.

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