lunes, 20 de julio de 2009

LA GENTE ESTÁ MUY MAL (II)

—...y por todo esto dedujo Graves que los hongos, en concreto la falsa oronja, eran el agente catártico de los misterios de Eleusis. Ya ves, tan a las claras estaba que nadie había caído en la cuenta. Como en la Carta Robada de Poe.
—Vaya... Menuda coña.
El gallego me pasaba el porrito trompetero, que yo intercalaba entre calada e idem, sorbito corto, de mi pequeña y querida pipa bent. Así echábamos por alto la noche, arrebujados en el Ford Fiesta másviejoquelmear que para el despacho compramos de rebajón supino en Almussafes, hacía medio año.
—Y el Graves ese... —preguntó mi sahumerizado compañero— era cojonudo, ¿no?
—Bueno, tenía sus puntos.
Había llamado aquella tarde a la gorda canallesca para decirle que mi amigo y yo íbamos a pasarnos por su casa para estudiar la pintada amenazadora de la pared. Le metí un rollo de que si estudio grafológico, que si averiguar ciertas nociones básicas fisiológico-morfológicas (el palabro era mío) del autor de la pintura: fijándonos bien en ciertos detalles aparentemente baladíes podíamos aproximarnos a un desdibujado retrato robot del individuo en cuestión, que si altura, que si era diestro o zurdo, que si el trazo del escrito correspondía a una mano femenina o masculina, que si la fuerza aplicada era propia de cierta franja de edad o de cierta otra... Total: una trola entresacada de Estudio en Escarlata y algún que otro librete sensacionalista sobre Jack el Destripador.
—Pero entonces... Robert Graves es el de Rey Jesús —dijo el gallego, rematando el porro.
—Sí, ese mismo. ¿Te leíste ya el libro?
—No suelo leerme lo que me aconsejas.
Ea. Tus huevos toreros.
—Pues me lo devuelves, bonico —le dije.
—No sé ni donde lo tengo.
Después de echar el rato haciéndole cucamonas teatrales, de mucha reconcentración investigadora y todo eso, y sacando fotos de la pintada, mandé al gallego a comprar pintura del tono de la pared de la señora. Ella se extrañó de la cosa, no se lo esperaba. “Bueno, no querrá usted tener el insulto este en la fachada de su casa”, le dije. “Es la prueba del delito,” me contestó, “y por mucho que pueda ofenderme, no debo entorpecer las pesquisas borrando el principal indicio”. “No se confunda, señora,” me atreví a discrepar, “necesitamos saber si esto ha sido un hecho aislado o el individuo en cuestión tiene ánimo de acosador y repintará sobre lo borrado”. “Si eso fuera así, la cosa cambia, ¿verdad?”, indagó doña Encarnación, con una lucecilla titilante en el fondo de sus acuosos ojillos de vieja gorda canallesca. “Hombre, por supuesto, de ser así la cosa concurriría más preocupante, usted sabe”.
—Robert Graves entonces... —comenzó a decir el gallego, liándose otro porro— No, quiero decir... ¿a ti cómo te da por leer todas estas cosas?
—Y yo qué sé.
—Joder, macho, eres más entretenido que... que el mundo, tío.
—Menudas guardias nos hacemos, ¿eh?
En ese momento, un tipo joven, de andares achispados y gorro de punto como boina de bellota abrazándole el melón, se acercó a la pared de nuestros desvelos.
—Espera, espera, espera... —se puso en prevención mi compañero.
El joven trasegó bajo su abrigo, miró a izquierda y derecha, el gallego preparó la cámara para la foto finish y...: epa, el fulano se sacó la churra y a mear.
—No te molestes —tranquilicé al gallego, con la pipa colgando mustia de la comisura de mis labios—, si este no podía ser. Vamos, como no fuera que el culpable de esta chorrada resulte más listo de lo que me he supuesto... lo cual dudo, la verdad sea dicha.
—No me empieces a tocar las narices, Daniel.
—Tranquilo, gallego, no tardará en aparecer.
A doña Encarnación, una vez terminada de blanquear la pared de su casa y desaparecido de la vista de cualquiera el “Eres gorda y canallesca”, le di las buenas tardes y me despedí de ella. “Pero, ¿cómo?,” era toda sorpresa, “¿y ya está?” “Bueno, señora, usted confíe en nosotros. El protocolo indica los pasos que debemos seguir. Aguardaremos un tiempo prudencial y si la pintada vuelve a aparecer usted nos avisa y tomaremos entonces las medidas oportunas.” “¿Cuáles?” “Vigilancia, seguimientos, confeccionaríamos una lista de sospechosos..., lo común”. “¡Y por qué no empiezan a hacerlo ya!”, estaba ofuscada la tía. “Comprenda que si resulta un hecho aislado no merecería la pena”. “Entonces, ¿ustedes ya se desentienden?” “Hombre, nosotros esperaremos a ver cómo se desenvuelven los acontecimientos”. “¡Le digo que esto es bochornoso, señor Hurtado!” “No se irrite, doña Encarnación, y confíe en los profesionales”. Y así la dejamos, trinando.
—¿Qué hora tienes? —pregunté al gallego, ya que el reloj del salpicadero no funcionaba (cosa de los vehículos de ocasión).
—Las... doce y media..., no: la una y media.
Iba yo listos con el Watson toxicómano.
No fue ni decir la media cuando doña Encarnación abrió la cancela de su casa. Tan grande como era, su figura se contraponía cómicamente con la de su pequeño yorkshire, al que dirigí una mirada de rayos y centellas desde la penumbra en que nos ocultábamos mi compañero y yo. El gallego se rió, sospechando lo que se me pasaba por la mente.
—Mira el perrillo, qué bonito... —musitó con tono irónico.
—Vete a la mierda.
—Menudas horas para sacar al chucho a hacer sus necesidades.
—La señora no tendrá alfombra en la entradita.
—Pero mira —señaló el gallego—, lleva su bolsita y todo para recoger la caquita de su cuchi-cuchi.
Doña Encarnación llevaba efectivamente en la mano derecha una bolsita reliada, la propia de los cívicos ciudadanos prestos a recoger las deposiciones de sus mascotas. Algo que, y bien lo sabía yo, no resultaba propio de su carácter.
—Ya —dije con desgana—, ve preparando la cámara.
—¿Cómo? —el gallego pareció realmente sorprendido.
Me flipaba el poso de ingenuidad del que solía hacer gala mi partner. Tal vez fuera por eso por lo que lo apreciaba tanto: aún conservaba la capacidad de sorprenderse del género humano.
Doña Encarnación de nosequé y nosecuanto, mientras que su infecto yorkshire olisqueaba las farolas de la urbanización y sembraba cacas diarreicas a troche y moche, sacó de la bolsita que traía en la mano un botecito de pintura negra en spray y lo meneó con el vigor propio del más diestro grafitero (o de la pajera más salvaje) y ahí que se puso a pintarrajear la pared de su casita.
—Anda y échale una buena sesión fotográfica —indiqué a mi amigo, encendiéndome de nuevo la pipa, que había dejado que se agotase.
—¡No me lo puedo creer...! —comentaba mi ingenuo compañero, entre cliqueo y cliqueo de la automática—. ¡Es que parece de coña...!
—Pues no, querido amigo, es más que lógico. Por lo que me contó en el despacho quedaba claro que la tipa es una pobre criatura, más sola que la una, y a la que no hay dios que le haga caso. No tiene hijos, su marido, que sí que estaba bien relacionado en vida, murió dejándola al aire de sus conocencias, y me dejó entrever que sus sobrinos, con los que alguna relación tuvo de esas de “yo soy tu tita preferida, ¿a que sí?”, ya ni la visitan. Esa insistencia plomiza en contarme sus grandezas y sus amigos tan influyentes, y su buen nombre que tenía que mantener, y que tal y que cual, no dejaba lugar a dudas: la tía se aburre y ya quisiera tener de tanto como presume. Pobre...
—Buscaba amiguitos con los que jugar.
—Algo así, gallego, algo así. Llamar la atención más bien. Vamos, que alguien se fije en ella.
Doña Encarnación terminó su capilla sixtina y se metió en su portal, no sin antes reclamar a su Cuqui, me parece que le dijo, que entrara “en la casa con mamá”.
—Y ya el perrillo faldero me remató la intuición —comenté al gallego, que acababa de retractar el objetivo de la cámara.
Tomó el nuevo porro recién liado y lo encendió, dándole una calada expectorante. Ambos mirábamos a la nueva pintada de la señora, sin decir ni mu. Hasta que me decidí a hablar.
—Pues sí, esta sociedad crea monstruos patéticos. La puta soledad, la deshumanización. La vida de demasiada gente es tan triste... Y me creo que vamos a peor, gallego.
—Pffff.... La gente está muy mal.
—Pues sí.
—¿Y ahora qué? —inquirió mi compañero.
—¿Cómo que ahora qué? —le miré fijamente— Que le seguiremos el rollo hasta que se harte de nosotros y deje de soltarnos billetes por hacer el paripé.
—Y serás capaz...
—¡No te jode, si te parece no comemos este mes, ni pagamos facturas ni nada! Coño, de algún lado hay que sacar. ¿Tienes algo mejor?
—Bueno, he pensado montar una cerrajería veinticuatro horas.
Di una calada al porro que el gallego me ofrecía.
—Mira, ¿ves? —confesé ya con la boquilla de mi bent entre los labios—, esa respuesta no me la esperaba.
—Ni yo me esperaba que esta vez la vieja escribiese “canallesca” con “y”.
Me fijé. Efectivamente. No pude reprimir la sorpresa, y se me coló una sonrisa plena de satisfacción.
—¡Coñe! ¡La tía es guasona!... ¡Empieza a caerme bien!

miércoles, 15 de julio de 2009

LA GENTE ESTÁ MUY MAL (I)

—Comprenda usted, señor Hurtado, que mi posición es más que respetable, como antes se decía entre la gente de educación. Tengo amigos, ¡qué digo amigos: amiguísimos!, en ciertas esferas, usted ya me entiende, importantes, muy importantes. Influyentes. Y enemigos poderosos, que todo hay que decirlo también. La calidad de la persona se conoce por el nivel de sus enemigos...
La imaginación se me fue al Doctor No, así, sin quererlo. Luego pasé al Joker, a Fuman Chú y a Moriarty.
Friki de los cojones...
—Doy por sentada su discreción, señor Hurtado.
Ah, y también se me vino a la perola el Doctor Gang, y el tío ese del cuerno de Dragones y Mazmorras (cómo es... ¡Venger, Venger es! Muy pocos saben que en realidad era hijo del Amo del Calabozo. Pero yo sí que lo sé. Soy un friki con recursos), y me permití la licencia de acordarme del Doctor Doom, que ya ves tú lo que a mí me importa la Marvel... Por cierto, menuda caterva de malos con el doctorado hecho. La lista no tiene fin. Un puto reflejo de la vida misma. El Doctor Maligno, el Doctor Octopus... Seguro que Bin Laden es doctor en algo (nota mental: buscar en la Wikipedia los estudios superiores de Bin Laden).
—¿Señor Hurtado, me está usted escuchando?
—Sí, doña Encarnación, no pierdo jopo.
—¿Qué?
—Nada, usted ya me entiende.
—Bien, me gustaría saber si entonces puedo contar con sus servicios.
La vieja aquella del perrito faldero ya me había tocado sobradamente los mondongos con la tontería de la pintada amenazadora. Yo no sé lo que se pensaría la mujer que iban a hacerle. Si la violaban hubiera sido un favor, pero pura quimera tal posibilidad. Matarla: el favor seguro hubiese sido para los vecinos. Además, la pintada de la que me hablaba no dejaba claro las intenciones de los acosadores. “Eres gorda y canallesca”.
Hombre, tenía arte la cosa.
—Pues mire usted, señora —le respondí al fin—, yo por mí le hago el encargo, pero honradamente es mi deber decirle que no veo la cosa como para tanto, y contratar a un detective sólo para saber quién o quiénes le gastan una broma de mal gusto, sin más, pues qué quiere que le diga...
—Si es por el dinero...
—¡No, no, el adelanto es muy generoso, señora, eso ya se lo digo yo! Pero se lo comento por mera ética profesional. La cosa cambiaría si hubiera recibido usted alguna amenaza más específica.
—¡Lo mismo me dijo la policía y por eso he acudido a usted, señor Hurtado! ¡Si este caso le parece poca cosa me marcho con mi problema a otro detective! ¡En Madrid abundan, y el trabajo escasea!
Pero la tía no hizo ni el ademán de levantarse de la silla.
Qué se pensaría la gorda, que me chupo el dedo. Para que terminara encargándome a mí la mierda esta ya le había tenido que ir con el cuento a más de uno que por supuesto la había mandado a freír moñigas. Yo era bien consciente de mi posición en este negocio: el último plato, el nuevo, el becario, el de coña, el vagón de cola, el de lo que nadie quiere. Venga ya...
—No, señora, nada de eso, usted no se preocupe. Mi compañero y yo nos encargaremos de su caso convenientemente. Y ahora, si me disculpa...
Me puse en pie con el gesto prototípico de “le acompaño a la salida”, aprendido en una jartá de películas de..., de películas.
—Le ruego discreción nuevamente, señor Hurtado. Comprenda que para mí este asunto es bochornoso, un verdadero quebradero de cabeza. Mi dignidad está en juego, dejo el buen nombre de mi persona en sus manos. Confío en usted. Es algo inaudito, incomodísimo. Piense que yo tengo una reputación que mantener delante de mis amistades, que son todas de calidad. Sin ir más lejos mañana estoy invitada a una recepción en la embajada de...
—Sí, sí, señora, pero le ruego sepa disculparme —mi mejor y más cínica sonrisa custodiaba mis palabras— tengo muchos otros asuntos que resolver esta mañana y ya sabe lo que se dice...
Esperó la tía burra a saber lo que se dice, mirándome fijamente con estúpido interés.
—Que el tiempo es oro y esas cosas... —respondí con vulgar improvisación.
—En tal caso, seguiremos en contacto, señor Hurtado.
—Por supuesto, doña Encarnación. No daré un solo paso sin que usted esté convenientemente informada.
—Buenos días entonces.
—Buenos días.
Cerré la puerta, se me descabalgó la sonrisa y busqué al gallego con la mirada. Estaba el tío descojonándose en sordina parapetado tras una revista de tías en cueros, medio derrengado en el sofá de tres cuerpos de la salita de estar.
—Menuda cotorra —me dijo.
—Pesailla.
—Un coñazo. ¿Y qué es lo que pone en la pintada?
—“Eres gorda y canallesca”.
—Y cotorra —se rió—. Todavía me voy esta noche y le pongo la coletilla.
—Falta hace, gallego.
Me volví camino de mi despacho, donde me esperaba un Montecristo de buen calibre envuelto en papelillo de seda color verde, regalo de una buena amiga, y que aquella mañana merecía ser fumado a la salud de doña Encarnación de nosequé y nosecuanto, viuda de otro que me importaba un carajo, y de sus neuras de vieja chocha harta de billetes.
—Daniel.
—Qué pasa, gallego.
—Que sepas que el perrillo se ha cagao en la alfombra del hall.
Dirigí una mirada de furia al suelo de la entradita. Efectivamente: una catalina más grande que el puto yorkshire.
Me encendí. No te jode...
—¡Será la tía gorda y... y... canallesca!

lunes, 6 de julio de 2009

ELEGÍA A MICHAEL JACKSON EN EL DÍA DE SU MEDIÁTICO FUNERAL

Te moriste,
¡hay que pitufarse!
Te moriste, niño eterno,
siempre eterno: blanco nuclear.

Las sirenas de las ambulancias,
aspas zumbonas de los helicópteros,
pedos de monja, rebuznos de obispo,
música acuática: blanco nuclear.

Entre ramalazos tristes de falso ingenuo,
te moriste, animalico mío,
como se mueren los héroes:
atiborrado a Prozac.

Nos dejaste,
claro que nos dejaste.
Nos dejaste, claro
claro: blanco nuclear.

Y no te comprendieron las rosas,
y no te descubrieron las pencas,
ni las duendas tetonas.
Te moriste, muchacho... vaya por Dios.

Desamparaste, viudos, a tu mono y a tu tigre,
¿o acaso los habías vendido, hijo mío,
criaturica, para hacerte de un puñado
de un puñado de pastillas,
no más?

Acabose, terminose y afanose
el forense: cortaplumas.
Te moriste,
mantequilla sin sal.

Y lo siento,
de veras, créeme, que yo lo siento.
Porque siempre en lo más hondo
de un payaso hay un hombre.

Blanco nuclear. Corderito de Norit.

Te moriste,
ahora que me noto más Vázquez Montalbán que nunca
vas y te mueres.
Peor para ti.

Porque por eso yo te dedico —misico, misico—
estos versos subnormales, surreales, suturales
de forense.

No me gusta, no me gusta que te encierren
en la urna.

De Blanca Nieves, niña, de Blanca Nieves,
en la urna.

Piénsatelo bien, Maiquel Yacson,
piénsatelo bien lo de haberte muerto.
¿No te das cuenta, animal de bellota,
de la poca decencia estética de lo que tú has hecho?

Maiquel Yacson, por favor,
dame un minuto y te lo piensas.

Las abejas de la granja del oso Bubú,
las panfilias sinópticas de raíces psicotrópicas,
los helados de fresa, el braguero de Gualter Disney,
los corazones rotos, las pegatinas de Super Pop...
¡Macho, pero en qué estabas pensando!

Ya te veíamos rarillo últimamente,
distraidillo, acarajotado...
y, mira por donde, era que te estabas muriendo.

Dijeron anoche, en las noticias,
que estabas calvo y sin tabique nasal.
Yo les indiqué de tu parte
que los negros —por lo general— no tenéis ternilla en la nariz.

¿Y sabes qué me contestó el de la tele?
NADA, macho, NADA.
Porque los señores que salen en la tele no pueden escucharte
(salvo que entres en directo, supongamos, por una llamada al programa).

Pero a los telediarios, Maiquel,
por si no lo sabías,
no llama nadie.
Vamos, no suele.
Antiguamente el regidor,
pero ahora con el pinganillo
se ha perdido romanticismo.

¡Ay, ay, Maiquel!
¡Sé que me entiendes, que reconoces en mis palabras
la fuente de toda franqueza!

Rugen los animales perversos,
secan las horas el ojo de los peces.
Mírate al espejo, Maiquel, mírate.

Estás desmejorao.